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TODO comienza un día de octubre: la ciudad es París.

El barrio de Saint-Germain-des-Prés había amanecido congelado aquella mañana en que el sol era un espejismo. Eran las ocho de la mañana y yo estaba helado de frío, con dolor de orejas, buscando un centro comercial donde me habían llamado para una entrevista de trabajo que nunca había existido.

Cosas de irse a vivir a un país del que se desconoce la lengua, me presenté en la boutique que a duras penas había encontrado preguntando a tres personas. Una vez me vi delante del encargado el maravilloso instinto de supervivencia, sobre el que siempre ha descansado mi pereza, se puso en marcha. Sí, queridos amigos, el francés puede inventarse, se puede lograr una mínima comunicación; primaria, eso sí, pero comunicación a fin de cuentas. La justa como para enterarse de que en ese lugar no había vacantes de trabajo, como para enterarse de que no habían concertado ninguna entrevista en los últimos dos meses. La comunicación, en este caso gestual, como para enterarse de que, con la cara de espanto que traía por el frío y la incipiente miseria económica, con eso y con el francés patatero que estaba hablando, jamás me pondrían a vender su exquisita colección de otoño / invierno. Abatido, desalentado y derrotado por el destino, me entregué al único placer que había podido permitirme en las dos semanas que habían transcurrido desde que llegué: vagabundear por las calles de París.

Aquí hay que hacer una pausa. París tiene, urbanísticamente, la forma de un círculo (una elipse) partido por la mitad por un arco ascendiente. Dicho arco es el río conocido como Sena. Con una exactitud espeluznante coinciden el centro del círculo (de la elipse) y el punto álgido del arco, o río conocido como Sena. Y en ese punto mágico se halla lo que un día fue el germen de París: las islas de la Cité y de Saint-Louis. Diversos son los puentes que atraviesan las islas, creciendo de su vientre como si fueran patas y dando a éstas  el aspecto de dos insectos unidos entre sí por el puente que las intercomunica. Pues bien, mis pasos desesperanzados de aquella mañana me llevaron al diminuto parque que corona la isla mayor, la Île–de-la-Cité. Bajando al parque por las escaleras del Pont-Neuf, me soñaba yo Cortázar o Poeta Maldito, escritor que sufre por su oficio. Esto me ayudaba a idealizar la amargura real, la de no encontrar trabajo, la del miedo a tener que volverme a España (pensaba yo) con el rabo entre las piernas.

El parque, que es en realidad la plazoleta Vert-Galant, tiene una forma de cuña que separa en dos el verde cauce del río. Me senté precisamente en ese extremo y dejé que el sol me fuese calentando lentamente la espalda. Pero el sol, creo que ya lo he dicho, no estaba aquella mañana muy por la labor, y no había terminado de fumarme el cigarro (tabaco de liar) cuando ya estaba completamente entumecido por la humedad del río. Como un animal, de forma preconsciente, me puse en movimiento para calentarme. Aún no me apetecía volver al sórdido (y, sobre todo, helado) cuarto que había alquilado. Decidí cruzar a la rivera derecha y en pocos momentos estaba paseando por el barrio del Marais, más caliente por el vapor que salía de los innumerables restaurantes de bajo precio, los asiáticos, los griegos, los turcos (nunca vi más diferencia entre ambos que la bandera griega en unos y una foto enmarcada del pueblo de Turquía en los otros). Pero he aquí que, cuando parecí librarme de la maldición del frío, apareció la segunda maldición: el hambre. Lejos quedaba el té con leche de las ocho de la mañana y vacía estaba mi cartera. Para colmo, el tiempo se había ido nublando sin que yo me diese cuenta, y estalló en una tormenta de tal calibre, que no tuve más remedio que meterme a toda prisa en la estación del metro de Les Halles y volver a casa empapado. 

En el metro de vuelta me acordé de un relato de Cortázar en que el protagonista mantiene una constante partida contra el azar. El tipo entra en el metro, con una combinación de transportes predeterminada diariamente. Si encuentra a una mujer que cruce accidentalmente la mirada con él en el negro cristal de la ventanilla en el túnel, una mujer  que además siga el itinerario prescrito, el protagonista la invitaría a tomar algo, le rogaría una cita.   La cosa es que esto llega a suceder y, además, el narrador descubre que la chica en cuestión es su media naranja. Pero el propio juego de selección se descubre más fuerte que el amor, y el protagonista vuelve a recorrer el metro, ya no en busca del amor, sino del propio juego. Se me vinieron a la cabeza muchas ideas filosóficas, el panta rei de Heráclito, el zen, Mallarmé, Tao-tse, pero ninguna mujer cruzó la mirada conmigo en el negro cristal de la ventanilla.

Llegué a casa y me resarcí con otro de los pocos placeres que podía permitirme: comer hasta hartarme. Podríais preguntarme que si estaba en una situación económica tan precaria, cómo podía permitirme la comilona. Pues bien, mezquinos, no es que me rebosase la despensa, sino más bien que no conozco la mesura. Prefería pasar dos días sin comer a tener que ir arrancando las provisiones a pequeños pellizcos. En cualquier caso, con un cuarto de kilo de pasta, un trozo de cebolla, media bandeja de panceta, dos lonchas de queso y un huevo tampoco se pueden hacer muchas economías. Al menos tenía una botella de vino, café y aún me duraba el tabaco que había traído de España, y gracias a mi imaginación aquello no desmerecía los opíparos banquetes de Gargantúa y Pantagruel.

Una vez saciado el estomago, y fuera por escapar del plúmbeo ensayo de Jacques Derrida que me esperaba, resentido y polvoriento, en el mismo estante donde lo había dejado el día de mi llegada, fuera porque mi intención secreta no era estudiar en París, sino hacerme escritor allí, me puse a trabajar en la novela que había empezado a escribir el verano anterior en España. Me ponía muy digno delante del cuaderno donde había escrito ya el primer capítulo, cogía el cuaderno y… nada de nada. Desde que había terminado precisamente ese último capítulo, dos meses atrás, el interés por la novela cayó fulminantemente. Odiaba la prosa con la que había ensuciado treinta páginas: era amorfa, sin ritmo. Las oraciones eran amorfos leviatanes que no conducían a ninguna parte y se bifurcaban en muchos sentidos. Pero lo peor no era que lo que había escrito fuera deleznable, sino que no sabía en modo alguno cómo continuar la historia: es decir, sí, sí que sabía lo que iba después, el planteamiento, el nudo y el desenlace. Lo que sucedía, más bien, era que la historia, elaborada febrilmente en una mañana de embriaguez, había perdido su fuerza, era un conjunto de lugares comunes, megalómanos y estridentes, para colmo previsibles y sin interés. Lo dejé desolado, vi como se derrumbaba mi futuro glorioso de premios nóbeles, que toda mi soñada existencia de escritor se iba al carajo. Y me puse a llorar. Fue entonces cuando se me apareció, rodeada de un halo radiante, Anna Ajmátova:

– ¿Cómo no quieres, dijo con tono severo, cómo no quieres que tu prosa sea torpe, que las ideas que te vienen a la cabeza no sean pastiches? ¿Acaso trabajas, acaso tachas? ¡Qué soberbia la tuya, querer escribir una obra maestra, no sólo al primer intento, sino de una sola redacción!

Iba a replicarle algo, pero en ese momento me desperté, así que tuve que contentarme con rumiar mi réplica. El ejercicio, la constancia, pueden servir para el estilo, pero no para las ideas. Siempre me felicitaban por los ensayos que había escrito, y parecía evidente que mi futuro en la comunidad universitaria estaba asegurado, para esos escritos sí servía la disciplina. Pero para mi la enseñanza era un mal menor, esto es, no pudiendo ganarme la vida como escritor quería, al menos poder hacerlo enseñando literatura. Un mal menor frente a profesiones que ya conocía como camarero, reponedor de supermercado o repartidor de publicidad. Malos tiempos para la lírica, cantaba un grupo pop español. Pero me desviaba del tema: lo de profesor era ganarse la vida, pero lo que yo quería era ser escritor, crear, crear ficciones, historias, mundos, que hechizaran tanto como a mí me hechizaban los libros que caían en mis manos.

¡La ficción! Oh, ficción, bella quimera inalcanzable, diosa de Botticelli que se esconde en la esquina de Cardinal Lemoine, en las columnas del Louvre o entre el gentío de Saint-Michel. Ficción, oh virgen frígida que te apareces y te escondes tras las gotas de lluvia, dejándote entrever, riendo con una constante sonrisilla infantil, de ninfa pícara y juguetona, con una risilla que dan ganas de romperla con un sangriento puñetazo en las encías. Ah ficción…..

Porque en realidad puta la gana que tenía yo de hacer ficción. Yo quería hacer más: yo quería hacer la obra total: la obra que sería como el Finnegans Wake de Joyce, los libros de Deleuze, En busca del tiempo perdido, de Proust, y la obra de Nietzsche todo junto. Romper los géneros, me decía, eso es lo que voy a hacer. Ya me imaginaba una humanidad reconociente, el rey sueco presentándome a su bella hija, la princesa, madres que asesinaban en masa a sus hijos en las calles porque nunca podrían ser yo… Pero, en lugar de ello, sólo obtenía aburrimiento en las escasas ocasiones que conseguía que mis amigos se sentaran a escucharme. Desde las primeras líneas toda mi megalomanía se estrellaba contra un muro de miradas de indiferencia, de aburrimiento. Ésta bien… Sí… A ver cómo sigue… Pero no les había gustado, y no podían ocultarlo. Interiormente, yo los culpaba a ellos. No me entienden, pensaba; pero el hecho es que a mí tampoco me había gustado, veía una prosa ampulosa, indecente, desagradable, que no conseguía siquiera divertir por sus defectos, sino que aburría.

Anna tiene razón, me dije, tengo que encontrar la fuerza de voluntad de practicar la literatura como el que practica un deporte: con tesón, sin desanimarse. Escribir mucho y tachar mucho, que decía Borges. Dos ideas vinieron a mi cabeza: la primera era que, como era incapaz, por mi falta de decisión, de concluir las historias, debía hacer una novela escrita exclusivamente de principios de novelas. Pero un sentimiento de miedo burgués, nadie publicaría una novela, y menos una primera novela, así, me hizo claudicar ante el establishment editorial; y así es como pasé a la segunda idea: crear un personaje, a lo que me puse manos a la obra; escribí:

Olivier Denis, mitad de la treintena, alto, delgado, piel morena, pelo y ojos negros. Precisamente esos ojos tendrán a veces el brillo iluminado de los personajes de Dostoievsky (con lo cual el personaje será un personaje que sufra de los nervios). Domicilio: 10 rue de la Bièvre. Trabaja como crítico en una revista de arte, pero dedica su tiempo al noble arte de la filología. Olivier está divorciado, pero debido a lo doloroso del proceso de separación, prefiere no pensar en eso. Olivier llegó procedente de la Martinica, de ahí su tez morena, hace casi dos décadas. Su vida de estudiante había sido dura, pero finalmente su trabajo había sido reconocido. Olivier odia la entomología, los kimonos y al organillero de la Puerta del Sol de Madrid.

¿Y ahora?, parecía preguntarme, casi con estupor. No se me ocurría nada más. Escribir ese eximio párrafo me había costado dos vasos de tinto barato, y ahora me encontraba bajo la excitación del vino sin poder imaginarme qué le pasaba a ese tipo. Baje al Franprix de la esquina y compré otra botella de vino, de 1,95 €, y subí corriendo a bebérmela al calor del hogar. Imaginé epopeyas con ese personaje, imaginé a García Márquez abrazándome y llamándome hijo suyo, imaginé conferencias en Yale, pero  lo de ser escritor lo dejé para el día siguiente. 

 

Acerca de Joaquin Ruano

Joaquín Ruano (Almería, 1977) ha realizado estudios de literatura en la Universidad de Edimburgo, el Collège International de Philosophie de París, y las Universidades de Almería y Zaragoza. Ha trabajado como profesor de literatura en York University (Toronto) y actualmente es profesor de español en el Centro de Lenguas de la Universidad de Almería. En 2008 publica su primer libro Los trabajos y las noches. Ha publicado también poemas en varios números de la revista Salamandria; así como en la antología El Jaiku en España, coordinada por Pedro Aullón de Haro (Madrid, Hiperión, 2002). Tiene además tres libros inéditos de poemas (El norte, La poesía la muerte y Neue Gedichte) y una novela (Cahiers). Actualmente ultima ensayo sobre la obra del poeta Leopoldo María Panero.
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